miércoles, 4 de diciembre de 2019

Cerró los ojos ante la cálida caricia del astro rey, que bañaba su rostro con sus aún dóciles dedos de luz. La saliente rocosa en la que se hallaba comenzaba a tomar color a medida el día volvía a la vida, dejando a su paso fragancias que anunciaban la llegada del invierno. El aire olía a frío, recordándole una vez más cómo se sentía ella por dentro.

Los recuerdos acudían como flashes a su mente, siempre persiguiéndola sin importar cuanto ella intentara hacerlos a un lado. Un escalofrío recorrió su cuerpo menudo, que se abrazaba a si mismo para mantener el calor que su alma ya no tenía.

Se encontraba sentada en la escarcha, mientras las lágrimas recorrían su rostro dejando surcos en la tierra que se había depositado en ella como una segunda piel. Los temblores sacudían su cuerpo en cada exhalación.

Correr, el sonido de un disparo a lo lejos, sus piernas cediendo ante el cansancio, sangre, volver a correr. No importaba cuanto escapara, de su mente no se iba a poder librar.

No sabía como proceder, ¿A quién podía acudir cuando la gente que se suponía cuidaba de ella era quien la había dejado en esa situación? Su infancia y su inocencia le habían sido arrancadas de un plumazo como quien quita un dulce a un niño.

Aún temblando luchó por ponerse de pie, consciente de que si no buscaba la forma de salir de allí, moriría congelada en cuestión de horas. Con el movimiento, varias gotas de sangre cayeron sobre el blanco manto del suelo, la adrenalina del escape había abandonado su cuerpo y con ello un dolor agudo en la cadera comenzaba a marearla levemente. Miró hacia abajo, juntando valor para inspeccionar la herida de donde provenía aquella sangre. Era un corte limpio hecho con una hoja de navaja, y lo sabía porque ella misma se lo había hecho. De todas sus heridas era la única visible, y la que menos le escocía. Las que tenía por dentro, no sabia si en diez vidas podría limpiarlas de su ser.

Paso a paso comenzó a caminar, buscando la forma de bajar aquel precipicio sin morir en el intento. A medida caminaba, repasaba mentalmente su vida, enojada con el Universo por burlarse así de su persona, ¿Qué habría hecho ella en otra vida que mereciera el castigo que ahora padecía? La imagen de Anne vino a su mente, haciendo que las lágrimas que aún derramaba brotaran con más intención.

Podía a algún nivel interno que aún no lograba entender, aceptar lo que le había pasado, pero Anne, ella sí que no merecía ese destino.
Recordaba su bello rostro resplandeciente el día que por fin las adoptaron, creyendo que por una vez la vida les había sonreído. Y así fue, por un tiempo.

Anne, con sus grandes ojos verdes con motitas amarillas que sonreían cada vez que la miraba, diciéndole que todo iba a estar bien, que estaban juntas. La misma niña que ahora yacía con sus bellos ojos abiertos y sin vida, cubriéndose de escarcha como una raíz más.



I

Kayla era el sueño de todo padre, una niña alegre y tranquila. A diferencia de la mayoría de los bebés, aquella bolita que se retorcía buscando alcanzar las manos de su padre, no lloraba. Al principio eso había preocupado a su familia, padres primerizos que no podían comprender que su beba emitiera unos graciosos gorjeos para llamar su atención cuando necesitaba algo. Con su cuerpecito pequeño y esos ojos grandes y de párpados ligeramente caídos que mostraban una viveza inaudita a su edad, embrujaba con una mirada gris casi rozando lo plateado. Era perfecta, y para sus enamorados progenitores la vida era tan perfecta como su hija desde que ella había llegado al mundo. 

Su padre, Louis, era agente de la CIA, cosa que pocos sabían ya que eso hubiera comprometido su trabajo de encubierto, mientras que su madre Sam era completamente opuesta a él. Ella era bailarina, y arrojaba luz por donde quiera que pasara